viernes, 13 de enero de 2012

Sangre y bilis por un Bentley


   Aquí os dejamos un relato de terror basado en "El distinguido sr. Addington", de Francisco de Paula Pérez de la Parte. Sustituí el ambiente victoriano por otro más castizo y cercano: la Sevilla de los años veinte previa a la Exposición Iberoamericana del 29. Es algo extenso, pero espero que lo disfrutéis.

   Claro que había demonios en la ciudad. A sólo cuatro años del milagro que nos salvaría de las chinches, el hambre y la tuberculosis los demonios la infestaban. Le roían el alma al boyero, al azacán de la Plaza Nueva, al cochero y al limpia, al vendedor de palo-duz, al obrero de tercera que invadía las huertas con chozas de tabla para no regresar al pueblo. Nos llenaban los oídos con promesas de acomodo y montante en la cartilla, y nosotros les creíamos. La Gran Exposición iba a ser la panacea. No entendíamos que hacía falta mucho más para levantar un caserío desastrado en estado de ruina, muros hinchados por la humedad de mil años de parches y tejas que abrían las cabezas a los viandantes los días de viento.
   También había demonios que venían de fuera. El mío se llamaba McCork.
   Era 1925, y muchos británicos hacían el agosto entre nosotros, lejos de su hogar. El cartujano Pickman se había convertido en uno de los principales ceramistas de la ciudad. La Tramway Company Limited se encargaba de gestionar el servicio del tranvía. La red de abastecimiento había sido arreglada y modernizada no hacía ni veinte años por la Waterworks Company Ltd., “la compañía de los ingleses”, los cuales, además de agua, nos habían traído el juego del balompié, o football, como ellos dicen.
   McCork se había instalado al norte, a extramuros, en la Huerta del Hierro. Allí operaba un taller de reparación de automóviles -McCork, Inc.- en el que yo me dejaba las fuerzas y el sentido del olfato, siempre negro de aceite como un betunero, oculto bajo el mono azul cobalto cubierto de grasa, con el nombre prendido en la solapa encima del bolsillo: Manuel Sebastián Lauro, aprendiz. Yo era entonces un hombre joven, muy trabajador, estrecho de tórax, magro de carnes, diecisiete años que parecían treinta. No es el trabajo en un garaje lo más indicado para conservar la juventud. El humo de la combustión araña tus bronquios hasta dejártelos como los de una cigarrera, tus manos son dos callos de cemento, la piel siempre huele a goma de caucho, gasolina y lubricante. En el taller de McCork sólo éramos tres, dos aprendices de mecánico y el propio escocés, demasiado entumecido por el aguardiente de la sierra para meterse en el agujero a revisar un eje de transmisión.
   Todas las mañanas, después de salpicarme los bajos en la pila del Corral de la Alpaca, abandonaba mi tugurio en la galería del primer piso para ser el primero en llegar al taller. Don Mac ya conocía mi diligencia, y como mi orfandad movía a piedad su viejo corazón montañés, me dejaba una copia de las llaves para que abriera y le diera un sorbo a la botella de orujo de hierbas gallego, que según él era el complemento indispensable de un desayuno como Dios manda.
   Mateu llegaba sin prisas, no antes de las diez.
   -Aparta, compañero -me saludó de un empujón-. No me pases las pulgas.
   Era un caricato de ego prodigioso y de tan pocos recursos como yo. Pagaba cincuenta pesetas mensuales por habitar una chabola de cartón piedra en las huertas de la Vega, junto a la fábrica de lanas de la Torrecilla camino de San Juan.
   -Hueles a aceitunera -me increpó como solía-. Y a taberna de lata.
   -¡Dejad la cháchara! -gruñó don Mac desde la oficina.
   Teníamos un teléfono, que McCork dejaba candado cuando salía para que Mateu o yo no pudiéramos hacerle uso. El viejo escocés pasaba horas al aparato gritando en su idioma, encargando piezas a Inglaterra que tardaban meses en llegar. Colgaba siempre que entraba en el garaje alguna visita importante. La de aquella mañana correspondió al egregio don Millán.
   Mateu y yo desconocíamos su apellido, pero sabíamos distinguir una buena casta y guardar la distancia apropiada que las buenas formas demandan. Don Millán, en cambio, transgredía de continuo el protocolo social, nos llamaba por nuestros nombres, nos daba palmadas en la espalda y sonreía. No podía evitar cierta jactancia cuando consultaba su reloj de oro macizo fijado a un botón del chaleco por una doble cadena. Era todo un señor: carismático, apresurado y conocedor del escaño que ocupaba allá en las alturas, a larga distancia del común. Tenía setenta y siete años y una salud de acero. Era cordial; jamás alzaba la voz para quejarse, lo que era de agradecer en el garaje donde McCork había establecido su tiranía vociferante.
   -Señores, pax vobiscum. Buenos días, Lauro.
   -Don Millán.
   -Dadle un repaso al Bentley. Hace ruidos raros cuando lo arranco.
   -Veré a ver -se adelantó Mateu.
   Don Millán conducía un Bentley de seis litros y medio recién ensamblado por el señor W.O. y sus operarios en la factoría de Cricklewood, Londres, aquel mismo año, para emplearlo en competición. Una máquina maravillosa. Había coches que soñaban con su dulce ronroneo. Ignoro su precio, pero sé que en 1925 no había más que uno en toda la ciudad, y era aquél. No quería ni imaginar cuánto costaba una máquina como aquélla, aunque pienso que don Millán podía permitirse aquello y mucho más.
   -¿Procurar el beneficio común con mi dinero? -lo oí discutir con McCork mientras Mateu y yo peleábamos por abrir el chasis del Bentley y examinarlo-. Así piensa un comunista. Es la última vez que hablo con usted de política, míster McCork.
   -¡En mi país se invierte en los bancos! -se defendió don Mac-. ¡Y los bancos los controla el gobierno! ¡Y el gobierno procura por las personas!
   -Siempre es mejor el país ajeno.
   -¿La vieja y jodida Inglaterra? -McCork sonreía tras su copa de anís El Clavel-. ¡Allí no tienen esto!
   Luego, don Millán se acercó a nosotros.
   -Lauro, ¿todo en orden?
   -Es el filtro del aceite. Mateu lo está cambiando. No le dará problemas este invierno, aunque lleva usted la rueda de repuesto vacía.
   -Mañana haré venir a Tomás.
   Don Millán se despidió tocándose el ala del sombrero.
   Vi salir el Bentley del taller con Tomás, el chófer, al volante. El coche resbaló por el camino de Cantalobos como un delfín lacado, brillante, limpio aguamarina bajo un cielo de postal. Envidia, sí, aunque sentía no poco orgullo de haberlo puesto a punto, y me invadía un sentimiento paternal por conocer sus entrañas como la palma de mi mano. Después de aquello, no hubo nada digno de mención en todo el día. En toda la semana.
   Hasta que regresó don Millán.

***

   Estaba cerrando la pesada puerta de chapa, último en salir, cuando vi que el Bentley se acercaba renqueando y levantando polvo por la vereda de tierra entre las huertas.
   -¡Lauro! -gritó don Millán al verme-. ¡Gracias a Dios! ¡He pinchado! -Se apeó, visiblemente agitado, sin apartar los ojos de su reloj de bolsillo-. ¡La rueda, Lauro! ¡Aprisa!
   -No puedo; ya se fue don Mac. No puedo coger repuestos sin darle aviso.
   -¡Ah, vamos, niño, yo hablaré con él mañana! ¡Ve a buscar esa rueda, rápido!
   Obedecí, pero no estaba conforme, porque era mi pellejo el que ponía en peligro.
   Mientras cambiaba el neumático, don Millán me refirió que regresaba de una visita por el camino de Cantillana cuanto le reventó la goma en un badén. Me preguntó por qué McCork guardaba tal celo con los repuestos.
   -Son caros -le expliqué-. Hay que traerlos por mar de la factoría de Cricklewood, en la misma Londres. Además, parece que alguien nos roba las piezas del garaje. Nos robaron un eje, dos faros, un chasis entero aún guardado en su caja. Han desaparecido accesorios, pistones, carburante… La semana pasada trataron de llevarse una válvula de aforo, pero llegué muy temprano, y al ruido de la puerta el ladrón huyó. Don Mac cree que son los gitanos de la Cava, que se llevan los recambios y los funden para sus herrerías. Yo creo que son los chatarreros del ferrocarril.
   »Bueno, ya he terminado. La rueda está lista.
   -Gracias, Lauro. Escucha, ¿quieres llevar el Bentley?
   -¿Cómo dice?
   -Vamos, entra. Vas a conducirlo. Yo no tengo costumbre, y Tomás está enfermo.
   -¿El Bentley? ¿Conducir yo un automóvil? ¿Un seis cilindros...?
   -¿Qué pasa? ¿Ese rojo escocés te aprieta las agallas? ¡Míster McCork el hombre, el gran empresario, que se bebe hasta el agua bendita! ¿Nunca os deja usar los coches que reparáis? ¿O es que no sabes conducir?
   -Sé conducir -respondí de inmediato.
   -Pues vamos. Necesito que me ayudes en algo.
   Sentarme sobre el cuero que aún guardaba el olor a fábrica me puso el corazón en la boca. Yo inspiraba y expiraba repasando con los dedos los mandos, el volante y las llaves de arranque. Don Millán rió ante mi estupor. Dio una palmada y dijo:
   -A la ciudad, deprisa.
   El Bentley cortaba el aire de la tarde. «¡Cómo corre!», pensé. Aceleré hasta la ronda de los frailes capuchinos y rodeamos las casas del centro de la ciudad. Me empeñé en desafiar a la línea número 10, que partía de la Puerta Osario cuando la alcanzamos, pero el tranvía no era rival para un automóvil con alma de coche de carreras.
   -Aprieta, Lauro -me apremió don Millán-. Tengo prisa.
   Lo hice encantado, aunque me ponía los pelos de punta que algún pillastre se nos subiera a la rueda de repuesto, o que al doblar una esquina embistiéramos al burro de turno cargado de escobas. En la ciudad no todos miraban al cruzar la calle, sobre todo los ancianos, acostumbrados a los tiempos libres de máquinas rodantes capaces de alcanzar las noventa millas por hora.
   -¿A San Vicente, don Millán?
   Todos los señores se acomodaban en aquel barrio.
   -No, Lauro. Entra por la Puerta de Carmona y sigue por San Esteban y Águilas hasta el Corral del Rey y el adarve que yo te indique. No voy a casa; voy a la propiedad de mi familia, al Palacio de los Alfarjes.
   No conocía el sitio, pero sabía que era la zona más antigua de la ciudad, y que tendría que hacer malabares para encajar el Bentley entre calles que se estrechaban y dividían como bronquios, cada vez más pequeñas y privadas. Creo que rocé una pared con uno de los guardabarros.
   El Palacio de los Alfarjes disponía de un patio para carruajes que precedía la entrada principal como si fuera el compás de un convento. Estaba empedrado con china y canto pulido, y rodeado de macetones limoneros. Detuve el Bentley junto a las plantas y apagué el motor. Para mi sorpresa, don Millán abandonó el coche sin hablar una palabra.
   «Se deja el sombrero», advertí.
   Don Millán corrió hacia el arco de la entrada y desapareció. Como no regresaba, imaginé que me aguardaba dentro.
   La casa tenía un zaguán estrecho, muy húmedo, un acceso en recodo a la manera morisca, de modo que el transeúnte no ve del interior de la vivienda más que una pared si la puerta de entrada se abre. Tras él se hallaba el auténtico vestíbulo, de dos alturas, un techo entrevigado con bovedilla cerámica y traviesas de canto de medio metro sobre canes labrados a cincel. La escalera ascendía tras una arcada de columnas jónicas. Subí. Las ventanas estaban cerradas, el patio cubierto por un toldo y una montera de cristal tintado. No veía nada, y no tenía un mal cajetín de cerillas, pero me guiaba el resuello de don Millán exhalando imprecaciones desde alguna parte de la planta superior. Ascendí un nuevo tramo de escaleras, más estrecho y privado, que me condujo hasta el ático del edificio. Debía serlo, sin duda, a juzgar por el techo a dos aguas y las cerchas herradas que unían y sostenía los planos de la cubierta. Me encontraba en un salón oscuro, una crujía de gran largura que recorrí hasta su mismo extremo esquivando muebles de cámara y montañas de libros enterrados en polvo y descuido.
   Sólo había una puerta.
   -¡Don Millán! -lo llamé-. ¡Su sombrero!
   Entré con la máxima cautela. Allí estaba don Millán, bajo los alfarjes de roble tallado que daban nombre a su palacio, con un libro de gran tamaño abierto entre sus manos.
   -Ven aquí, niño -me ordenó sin levantar la cabeza de sus textos-. Aún no es tarde.
   -¿Tarde para qué?
   Don Millán me miró. Sonreía.
   -Para hablar con el Altísimo -dijo.
   -¿Qué?
   -Acércate, vamos. Vas a prestarme ayuda.
   Me negué a ello, presa de una repentina aprensión.
   -No quiero hablar con nadie.
   -Y no vas a hacerlo -aseguró don Millán, aunque no logró tranquilizarme-. Tú no. Ven aquí, vamos. ¿Ves esta pared de yeso? Es falsa; rómpela y descubre el muro que esconde. ¡Aprisa! ¡No seas remilgado, Lauro, o te aseguro que el trabajo en el taller de McCork será el último que hagas! Le diré a tu jefe que eres un vago, ¡se lo diré a todo el mundo!, y nadie querrá darte empleo. ¡Acabarás en el río, sacando arena y grava, con la piel tan húmeda que se te caerá a tiras de sólo rozarla contra la ropa!
   La amenaza me dejó petrificado. No entendía por qué don Millán, siempre tan afable, se había transformado en aquel déspota que demandaba extrañas peticiones.
   Hice lo que me pedía; golpeé la pared. Como él dijera, no era más que una fina capa de yeso. Mientras don Millán murmuraba oraciones incomprensibles, yo derribé el tabique falso. Había un muro, un muro de granito al que no logré hallarle una sola junta. Parecía estar hecho de una pieza única, sólo que no era posible, porque medía dos metros de ancho por tres de alto. ¿Quién, y para qué, habría encargado tallar aquella losa gigantesca?
   Dibujado sobre ella, distinguí algo que me hizo retroceder.
   Un círculo.
   Un círculo de cabalistas ladinos, de astrólogos enclaustrados en buhardillas y almenas, de sombrías mujeronas con vello en las mejillas que leen el zodíaco y las palmas de la mano. Parafernalia de feria ambulante. Y lo tenía frente a mí, pintado en blanco, impreso en el muro como un ataurique de aljez, desmesurado, tan alto como dos hombres.
   Don Millán extrajo de su bolsillo un mechero de gasolina y encendió un cirio frente al muro. Yo permanecí clavado junto a la puerta con los pelos de la nuca convertidos en púas de puercoespín.
   -Ahora, Lauro, no digas una palabra.
   Y entonces echó a cantar, pero no el canto afable y discreto que murmuran los hombres de bien cuando se recogen al cabo de la jornada, ni la tonadilla de la artista de salón de variedades, ni la grosería corralera, ni el fandango o la granadina de un gitano con el alma templada por el filo de la navaja y el aguardiente. Era un cántico demencial cuya letra carecía de sentido, jerigonza de tintes sacrílegos que habría costado al cristiano más viejo una vista con el Santo Oficio noventa años atrás. Este desvarío me confirmó que el insigne don Millán andaba tocado del ala. Pero nunca he sido simple de entendimiento, y quise mostrar que estaba a la altura de las circunstancias en aquella ocasión. Don Millán, pensé, era tan rico y caballero que debía condonarle toda excentricidad. ¿No importaba automóviles de países lejanos? Todos los señores de la ciudad hacían locuras, apostaban a los caballos en el hipódromo de Tablada, celebraban fiestas cuyo coste habría dado de comer a los mendigos de la sopa boba durante un año, o vestían a sus esposas a la moda parisina, que dejaba al aire las canillas, para llevarlas en verano a la costa, donde no hay más que arena y agua salada.
   Tenía la lengua seca. Sentí una brisa gélida que me empujaba hacia el círculo. No pude más: abandoné todo intento de compostura y me lancé sobre la puerta del salón.
   -¡Ábrete! -grité, tirando del pomo-. ¡Quiero salir! ¡Quiero salir!
   Algo chilló como una cerda en el matadero. Me di la vuelta y clavé la espalda contra la pared. Frente al círculo, don Millán era azotado por un huracán invisible. Las rachas de aquel viento del averno le sacudían los miembros como si fuera un pelele; uno de los embates le retorció un brazo hasta sacárselo de quicio. Grité de puro terror, pero don Millán lo hacía de sufrimiento. Ya no era sólo que una fuerza negra que no podía controlar le estuviera descoyuntando los miembros uno a uno. El huracán inspiró, absorbiendo el aire del salón como una ventosa, para expeler latigazos aún más crueles sobre el cuerpo torturado del pobre viejo. Le desgarró el traje abriéndole las costuras por las mangas. Arrancó los botones de su chaleco. El cuello almidonado revoloteó furioso hasta el techo. Dejó a don Millán como su madre lo trajo al mundo, su elegancia burguesa eclipsada por la pálida vejez de un espantajo consumido hasta el hueso, el pelo blanco erizado como crines de estopa, y una piel que se llenaba de minúsculos puntos rojos como cabezas de alfiler.
   Don Millán se descomponía. Parecía que un levante lo acribillara incrustándole arena bajo la piel. La sangre lo cubrió. El viejo emitía ahora un lamento inhumano, y ya no era un hombre, sino una criatura soportando la peor de las agonías. Bajos los cueros del infeliz apareció una materia fibrosa, purpúrea. Don Millán parecía un ternero abierto y despiezado colgando de un gancho. Enronqueció cuando el viento le despellejó la garganta. Pude ver sus huesos, Santa Madre, bastones de nácar que se quebraban para soltar vísceras y fluidos.
   Volví la cara para no enloquecer. Yo era un simple mecánico que sólo sabía de cilindros, pistones, frenos y motores de combustión. No era capaz de asimilar aquel horror, no entendía que un anciano caballero asiduo al Café París, zapatos con lustre y por vehículo el único Bentley de toda la región se hubiera hecho trizas ante mis ojos.
   Salvó mi cordura una minúscula rayuela de oro que se filtraba por la celosía del ajimez, al extremo del salón. Me arrojé sobre la madera desvencijada, enferma de carcoma, y caí al patio de carruajes para aterrizar sobre un lecho de buganvilla.
   Dolorido, pero aún más aterrado, monté en el Bentley y escapé por estrechas callejas sin asfaltar de ladrillo húmedo y resbaladizo. Abandoné con un rugido los vericuetos del centro, la urbe amurallada cuya cerca había caído bajo la piqueta del progreso. Mediada la calle Oriente, cerca ya de la Cruz del Campo, me atacó una manta de agua pesada y gris, pero el mascarón alado sobre la parrilla del radiador del Bentley se encargó de abrirla como una cortina. Ya era de noche. Me descubrí llorando como un niño al volante de aquella máquina, con mi mundo reducido a un retal de luz sobre los raíles desiertos del tranvía.
   Me alejé de la ciudad. En el puente de Ranilla me detuve en seco, y allí comprendí lo que haría: abandonar el Bentley en la extensa vaguada del arroyo Tamarguillo, oculto en el carrizo, una hierba espesa, larga, de dos metros de altura. El perfecto escondite para encubrir un delito que no había cometido.
   Me llevó una hora desandar los tres kilómetros del camino de vuelta hasta el Corral de la Alpaca. Para entonces, el cansancio me tenía vencido, y caí dentro del mono sucio de McCork completamente narcotizado.

***

   Me despertó Palomares. Golpeaba la puerta con un dedal de hojalata.
   -Hoy no hay café -dijo-. Cebada al tueste con un poco de achicoria.
   No entendí de qué hablaba el hombre hasta que el sol me apuñaló los ojos. Por fortuna, el viudo Palomares, mi vecino de puerta en el corral, sabía reconocer un malestar de ánimo. Dejó la molienda sobre la cajonera de junco que me hacía las veces de mesa y desapareció.
   -Ya pasó todo -murmuré, la cara aplastada contra el jergón de foñico.
   Y en verdad lo parecía. El ajetreo familiar de la vecindad me llenó de calma. En el patio, las mujeres frotaban sus paños en las tablas de madera junto a la pila del agua y las ponían a secar. Los niños jugaban. Los hombres salían del corral a buscarse la vida. Con el común nunca había sorpresas; demasiado pobres para conducir coches ingleses, vivir en palacios añejos y saltar por los aires tras haber invocado a Lucifer.
   Pasó una semana. Yo no dejaba de pensar en lo ocurrido. Apenas dormía, ni comía, y sólo por evitar la furia de McCork me acercaba por el garaje, si bien puntual a mi rutina, primero en entrar y último en salir, porque yo era un animal de costumbres, y el trabajo mecánico era el mejor remedio contra mi espanto.
   Nadie hizo preguntas. Nadie me relacionó con la desaparición de don Millán. Tampoco yo deseaba remover la tierra; algún día, un día lejano, quizás me atreviera a dar testimonio a mi confesor, en tercera persona, claro, mentando al amigo de un amigo, porque no me habría gustado dar con mis huesos en la cárcel o en el Manicomio de Miraflores.
   Pero empecé a oír aquella voz. La Voz.
   El primer día me llegó como un susurro; yo la creí el eco de una conversación lejana traída por el viento. Luego, fue tornándose recia, ganando volumen hasta convertirse en un verbo grave que siseaba a todas horas. «Sólo es cera», trataba de convencerme, «cera en los oídos». Fue tras mi cita con doña Paula cuando mostró todo su ímpetu, su innegable autenticidad. Yo había empleado toda la tarde en exponer a la señora Paula, dueña de los apartamentos de la Alpaca, mi precaria condición de aprendiz asalariado. El propio Palomares, que baldeaba la galería de la segunda planta donde tenía su cuartucho de renta antigua, apoyó mis argumentos para eludir un enésimo alquiler. Al final doña Paula cedió, gruñendo entre dientes mientras subía escaleras arriba a su lavadero particular, ubicado en el castillete de la azotea.
   -Tiene buen fondo -confesé a Palomares, y me fui a dormir.
   «¿Buen fondo? ¡Pis de burro!»
   Oí la Voz tan nítida, tan intrusa, que casi pude olerla.
   «Yo te hablaré de tus vecinos, Lauro».
   -¿Qué? ¿Quién habla…?
   «Atento. ¡Mira! Ahí, tras la reja del castillete, acecha la señora Paula, que antes era Paulina Ropavieja, Paulina la Trapera, una niña remendona que zurcía los sietes a los hijos del casero por medio real. Todas las noches sube al castillete de la azotea, al lavadero, y observa a sus inquilinos amparada en la penumbra, rumiando maldiciones, rezando el Deo gratias por ser mejor que vosotros. Mas no puede engañarse del todo; aún le azota en los tímpanos el alborozo de los hijos del casero gritándole ¡ropavieja, trapo roto, cose que te cose camisa y camisón!»
   «Y Palomares, que dormita su adorable vejez sobre tu cabeza; nunca creerías lo torvo que el tierno abuelo llegó a ser cuando tenía tu edad. No, no creerías que observaba a su madre sin perder puntada cuando la muy fresca traía desconocidos a casa para revolcarse con ellos, ni que pegaba a su esposa hasta que ella, harta del calvario que era su vida, se arrojó por la ventana hace quince años. Pobre viudo, vecino ejemplar, todo fachada el gran hipócrita, auténtico monstruo de puertas para dentro».
   -¡Calla! ¡Basta!
   Bajé al patio en mitad de la noche y metí la cabeza en la pila del agua hasta que la Voz desapareció.

***

   Quería creer que era sólo cansancio, el suspiro de mi alma trastornada por la horrible suerte de don Millán. Durante el resto de la semana hice vida normal; ni rastro del verbo maldito, pero yo lo sentía respirar dentro de mí, encogido, expectante, resollando bajo mis sienes. Una locura.
   Admitía, sin embargo, cierta curiosidad sobre aquello que la Voz me había revelado.
   ¿Sería todo aquello cierto? ¿Era la señora Paula una hija de la calle en lugar de la próspera dueña del corral donde malvivíamos? Y Palomares, que siempre me guardaba un dedal de café molido para el desayuno, ¿también guardaba en reserva el secreto de la muerte de su mujer, de la cual era el mayor responsable?
   Un día, en el taller, la Voz regresó con las uñas afiladas y vertió en mis oídos toda su hiel, y esta vez la víctima fue mi compañero de trabajo, Mateu.
   «¿Ése? Es el peor de todos. ¿Quién crees que roba las piezas de recambio, Lauro? Los repuestos importados. No son los gitanos de la Cava, ni los chatarreros del desguace del ferrocarril. Es Mateu; se está fabricando su propio Bentley tuerca a tuerca en un almacén de borra de la Huerta de la Torrecilla. El chico  es listo: os ha engañado a ti y a McCork durante los últimos años. ¡Pronto lo veréis al volante del primer y único seis cilindros de Cricklewood fabricado en territorio nacional! ¿Sabes qué? Ya sólo le falta una pieza».
   -Una válvula de aforo… -murmuré, y comprendí que todo lo que la Voz me contaba era tan cierto como que el mundo en que yo vivía iba perdiendo su solidez.

***

   Agarré a Mateu del brazo y lo saqué del taller, lejos de McCork.
   -¿Qué te pica? -protestó él.
   Yo había decidido lanzárselo a bocajarro.
   -¿Dónde piensas ir con tu coche nuevo?
   -¿Qué?
   -Tu coche.
   A Mateu le temblaron los labios. Si tenía ganas de guasa aquella mañana, acababan de marcharse junto a la sangre de sus mejillas. Por un instante pensé que iba a echarse a llorar, pero hizo un último intento de protegerse.
   -Yo no tengo un automóvil -aseguró-. ¿Con qué dinero iba a…?
   -¿Crees que nadie preguntará de dónde has sacado un Bentley, Mateu? Incluso si has planeado venderlo, ¿cómo lo harás? Sin papeles, sin matrícula ni licencia de circulación. Por Dios, ¿en qué estabas pensando? ¿Crees que ese vehículo pasaría desapercibido? ¿Cuántos coches hay matriculados en toda la provincia? ¿Y en la ciudad? ¿Crees que hay más de mil?
   -Eso no será problema -balbuceó Mateu, las manos abiertas pidiendo calma y reserva-. Lauro… Dentro de cuatro años todo el mundo en esta ciudad estará nadando en la abundancia con el dinero que recaudemos de la Exposición. Hasta el más humilde podrá comprarse un automóvil. Y yo conduciré el mío con la barbilla apuntando al cielo.
   -Sólo que no te habrá costado una sola peseta. ¡Pero sí a don Mac!
   -¿Y qué? Me cobro lo que me toca. En la Inglaterra cualquier mecánico gana diez veces más que nosotros. Don Mac ha venido aquí a sacarnos el jugo, y lo hará hasta que reventemos y él se llene los bolsillos. Luego, regresará a su país, ya sabes, cada mochuelo a su olivo, y a nosotros que nos zurzan.
   -Los idiotas como tú son el veneno de esta ciudad -le escupí, y me di la vuelta.
   Mateu me cortó la retirada.
   -¿No irás a…? Lauro, por favor. Amigo.
   -McCork debe saberlo. Es su dinero.
   -Si lo haces voy a prisión -gimió Mateu-. ¡Lo pierdo todo, Lauro!
   -Un canalla menos.
   -¡No se lo digas, Lauro, te lo ruego! ¡Si lo haces me matas!
   -Haberlo pensado antes.
   Esquivé a Mateu y caminé hacia el taller. Mateu me arrojó una pregunta:
   -¿Cómo lo has sabido? Lo del Bentley. ¿Quién te lo ha dicho?
   Pero se quedó sin saberlo.

***

   «Despierta, Lauro. ¡Despierta!»
   -No… -murmuré en la oscuridad de mi alcoba-. Déjame en paz. No quiero que me cuentes nada, no quiero saber nada.
   «Sólo te muestro la verdad».
   -¡Pero yo no la busco! -me revolví-. ¿Qué eres? ¿Qué hiciste con don Millán? ¿Por qué me atormentas? ¿Qué te he hecho, qué pretendes?
   «Sí que quieres saber... »
   -¿Por qué no puedo verte?
   «No puedes verme porque no estoy contigo del todo, Lauro».
   -¿Y cómo es que oigo tu voz?
   «Por el vínculo».
   -¿Qué vínculo?
   «Tú viste cómo él llamaba a la puerta».
   -¿De qué hablas?
   «Del círculo. Estabas allí, estabas con ese anciano arrogante, Millán, cuando llamó al portal para hablar con los míos. Creyó que era empresa fácil comunicar nuestros mundos. La ignorancia es simple. Confiaba el muy soberbio en adquirir una pizca de omnisciencia utilizando garabatos impresos y palabras altisonantes de idiomas que ya no habláis. Aunque admito la lógica del carmen oscuro como detonador de la energía de la voluntad. ¿Sabes que existe energía suficiente para destruir el mundo en un solo pensamiento? La clave está en saber usarla y, por supuesto, en disponer de la capacidad moral suficiente para comprender que no es sensato hacerlo».
   -¡No entiendo una palabra de lo que dices!
   «Don Millán está con nosotros, aunque no del modo en que deseaba. Ahora purga su ambición en un estado que no le permite hacer más daño. Queda, no obstante, una cuestión sin resolver: dejó la puerta entreabierta, el estúpido, el gran maestro, y no todos por aquí gozamos de la misma categoría ética. Algunos aborrecen las barreras; parasitan entre planos y nunca desperdician una ocasión de pasar de un lado a otro».
   Así habló la Voz, aunque no supe hallarle sentido; sólo sabía que aquel sinsentido de blasfemias y purgatorios sonaba a blasfemia de charlatán de mercadillo, y que mi alma estaba a punto de condenarse al averno si no ponía fin a la infección que me roía las entrañas.
   -¡Eres un hijo de Satanás! -resolví-. ¡Sal de mi cabeza! ¡Sal y vuelve a los infiernos!
   «Aún necesito que hagas algo por mí, Lauro».
   -¿Pero qué quieres?
   «Volverás a la casa de Millán».
   -¡No! ¡Jamás! ¡Todo esto va contra Dios!
   «En absoluto, Lauro. Es todo lo contrario. ¿Es que no quieres recuperar el sueño, recuperar esa vida tranquila y laboriosa que tanto te gusta entre tus bujías de chispa y tus manguitos relucientes recién salidos de fábrica? Haz lo que te digo y las aguas volverán a su cauce».
   -¡Mientes!
   «Los ángeles no sabemos mentir».
   -¿Ángeles...? -Contrario a lo uno espera de un encuentro divino, yo sentía náuseas-. No... Tú no puedes ser un... No puedes serlo. Todo ese veneno... ¡Tú no eres un ángel! ¡No haré lo que me pides! ¡No volveré a la casa de don Millán!
   «Lo harás».
   -¡No puedes obligarme!
   «¿Estás seguro? Si no vuelves allí compartiré contigo mi percepción de la existencia; tu mundo será un inmenso muladar donde sólo acertarás a ver la inmundicia que anida en el corazón del prójimo. No lo soportarás mucho tiempo, Lauro. En dos semanas me estarás pidiendo que ponga fin a tu vida, o acabarás arrojándote desde la torre de la catedral».
   -Pero no lo entiendo. ¿Para qué me necesitas?
   «Ya te lo he dicho: hay que cerrar la puerta. De lo contrario preveo horribles desgracias. Sangre y bilis en el plano que nos trasciende: vuestro mundo. Pero si evitas que mis hermanos más negros hagan uso de ese umbral todos quedaréis a salvo».
   -Pero…
   «Duerme, Lauro. Irás mañana. Mañana serás un héroe».

***

   Pero al despertar aún seguía siendo el insípido mecánico de McCork, Inc. con las uñas sucias de grasa y olor a aceite usado. Extraña la manera en que las personas afrontan los días más complejos de sus vidas; yo lo hice de la única manera que conocía: levantándome a devorar el pan fresco de Alcalá cubierto de aceite y ajo y su copa de anís en mi bar de la Ronda antes de saltar al coche eléctrico de la Tramway Company para ser el primero en llegar al taller. Sin lograrlo, por cierto; la puerta ya estaba abierta. Hallé a don Mac sentado, aguardándome con un Cazalla a medio trasegar y una botella vacía de licor de guindas.
   -Lawrey, muchacho, ¿lo sabes ya?
   -¿Saber qué?
   -Matthew. Ahogado en el río.
   -¡¿Qué?!
   -Dice la policía civil que conducía un automóvil sin matricular por la Huerta de la Victoria, y que iba borracho de anís. Dejó atrás el convento de los Remedios y se metió campo a través por prados y naranjales. Cayó a los Gordales con el coche, y el reflujo de la marea lo arrastró hasta el canal nuevo. Recorrió el tramo excavado de la corta de Tablada antes de hundirse. Jesucristo, qué desgracia…
   -Imposible...
   -Ya lo vi raro ayer tarde. Preocupado. ¿Quién sabe en qué estaría pensando? Lo extraño es que al coche misterioso le faltaba una pieza: una de las válvulas de aforo.
   -Dios…
   -O el Diablo -McCork me torturó sin saberlo-. El velatorio es esta noche, a las diez. Su viuda lo organiza en la fábrica de la Torrecilla. No sabía que Matthew estuviera casado. Y además tenía una hija de dos años.
   Salí corriendo del taller por el camino de Cantalobos, de vuelta a la ciudad. Dejé atrás los plantíos de la Barzola y divisé junto a la Ronda el hospital nuevo de la Cruz Roja. Penetré en el callejero torturado de la vieja ciudad, un dédalo oscuro que amenazaba con engullirme, tejados vencidos al acecho de un incauto en extravío. Un miedo eléctrico me sacudía el espinazo.
   No eran las nueve de la mañana cuando una vez más crucé el umbral del Palacio de los Alfarjes. En el patio de carruajes, el empedrado de chinos aún mantenía el dibujo de los neumáticos del Bentley. No había rastro de la policía civil, pero sí un cartel colgado sobre el arco del vestíbulo que anunciaba:

Investigación en curso. ¡Prohibido pasar! Los intrusos serán arrestados.

   Algo tiraba de mí, algo ajeno a este mundo. Me arrastró peldaño a peldaño hasta el ático de mi última pesadilla. El balconcillo del ajimez seguía roto, filtrando cánticos de iglesia, campanas, y el aire infecto de una reliquia urbana en estado de descomposición.
   Vi de nuevo el círculo.
   «El círculo es sólo un dibujo», dijo la Voz por última vez. «Detrás del círculo. La roca, esa mole de granito impregnada por miles de años de insana devoción».
   Renuncié a comprender lo que la Voz me decía. Sólo tenía ojos para el círculo, y a poco se me salen cuando la inmensa losa de piedra crujió como una nuez, se cubrió de grietas y comenzó a partirse por las líneas de albayalde. Cayó al suelo en grandes trozos afilados, dejando una oquedad del tamaño de una persona que exhalaba un vapor húmedo, fétido, corrosivo como el tufo de una cloaca. Y yo entré allí, en aquel pozo sin fondo y sin salida que parecía incrustarse en las entrañas de la casa.
   -Ah, Lauro, estás aquí... -Era la Voz, sólo que ahora susurraba ante mí, real como la muerte, e igual de oscura-. No estaba seguro de que vinieras. Sois tan impredecibles... Tenéis el hábito irritante de cambiar de parecer. El libre albedrío, supongo -No me atreví a mover una ceja. Él se acercaba. Pude sentir su aliento en mi cara-. He esperado mucho, mucho tiempo. Dicen que el tiempo no existe, que es un arbitrio sensorial, pero te aseguro que en mi mundo su flujo te envuelve como un río de magma, viscoso y abrasador, tan lento y pausado que enloqueces al primer minuto. Imagina la manera de concebir la existencia de una mente consciente que emplea la eternidad para levantar un brazo. No podrías soportarlo. ¿Crees que vuestro tiempo es importante para nosotros? Para mí tu vida es un pestañeo, Lauro -Comprendí. Comprendí que había cometido un tremendo error-. Y ahora, prepárate, porque tú y yo vamos a bailar una danza maravillosa. Millán el maestro introdujo la llave. ¡Tú has abierto la puerta, aprendiz!
   Me obligó a mirarle a los ojos, rojo sangre sobre el negro del vacío más absoluto. El Padre de la Mentiras atravesó mi carne y mi alma, y yo recordé la suerte del distinguido Millán, un necio ignorante que una vez creyera poder tratar con el Diablo tuteándolo como a un amigo.
   Ya no atesoro ningún otro recuerdo que aprecie, excepto el Bentley de don Millán y el trayecto que me cedió a más de noventa millas por hora. ¡Ah, la furiosa vibración en mis manos a través del volante…!
   Habría caído en su trampa una y mil veces.

   Juan Antonio Caro Cals

6 comentarios:

  1. Juan Antonio, me ha encantado. Lauro, otro antihéroe del que me he quedado prendido. Te animo a que continues el relato.. y ya puestos, veré si me inspiro para dibujarte algo.

    Augusto

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  2. A mi me ha gustado MUCHO el lenguaje... muy trabajado, y con un toque arcaico que queda genial en los años veinte... :^D Claro, acostumbrado a escuchar por la tele pontificantes con un castellano de mil palabras, un cuento así te parece gloria, leñe!

    Además, uno que es del “Club de Fútbol Discípulos de Cthulhu” agradece todo lo que sea terror Lovecraft primigenio en la piel de toro. Tenemos leyendas, lugares, historias maravillosas... y no las aprovechamos. Uno se imagina al “bisho” ese en el campo andaluz de los locos años veinte... y queda muy bien.

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  3. Es una pasada, cuando lo leí por primera ve pensé : lovecraft a lo castizo. Algo que muchos han intentado y pocos han conseguido

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  4. Fantástico!! Espeluznante! Me has dejado sin palabras... y con miedo.. Ejem.. con lo miedica que soy.. si es que.. :p
    Muy bueno, Juan Antonio.
    Besotes

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    1. Gracias, Violeta! Hay que leerlo con una vela y una manta por encima una noche de truenos y relámpagos que te hayas dejado la puerta abierta.

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