domingo, 18 de marzo de 2012

Capitulo I: Donde acaban y comienzan las cosas

Esta es una entrada muy particular de nuestro blog. Durante cierto tiempo, hemos estado pensado en hacer algo especial. Este espacio no puede ser únicamente un lugar en el que anunciar las citas del mes y colgar alguna noticia o reflexiones; primero, porque ya hay muchos otros blogs haciendo eso mejor que nosotros, y segundo, porque somos, ante todo, escritores. Contar historias es lo que nos gusta hacer ,de hecho algún miembro del Bibliofórum afirma que es lo único que sabe hacer. Y eso hemos decidido: vamos a contaros una historia, y cada uno de nosotros escribirá un capítulo. Esperamos que os animéis a comentar, tal vez incluso a participar, pero lo que más esperamos es que os guste nuestro pequeño juego y sigáis su desarrollo con nosotros.


Al llegar a la Explanada de las Dianas se sintió como un conejo en campo abierto.
Demasiado tarde para girarse y correr en otra dirección. Allí terminaban sus opciones. No podía seguir huyendo y esconderse, bien lo sabía; era inútil. Ya solo quedaba el cara a cara. La Explanada era un descampado tras los cuarteles que la guardia usaba para prácticas de tiro. Durante el día paseaban por allí los cadetes, los instructores y un buen número de ociosos. Ahora, la noche y la lluvia habían dejado desierto el escenario de su muerte.
No pudo decir que oyó algo a su espalda; su perseguidora se deslizaba con la suavidad de un pañuelo de seda. Solo supo que estaba cerca, sentía sus ojos y su odio acercándose a él. Desenvainó la espada, un gesto tan familiar que había perdido todo su significado. Matar era una rutina tediosa. No parecía tan sencillo en aquel momento; el peso del arma era un negro augurio. Alcanzó a ver una silueta menuda y veloz saltando sobre su cabeza. Echó a correr, la carrera más lenta y desesperada de su vida, porque era la última y no lo llevaba a ningún sitio donde quisiera estar. Alcanzó la mitad de la explanada y se dio cuenta de lo estúpido que era huir, y se avergonzó de aquel arrebato de temor. No podía ganar pero aún podía sostener su mirada, contemplar su rostro. Se giró y plantó los pies en el suelo. El corazón le ardía y la respiración le llenaba el pecho con el ritmo doloroso de un viejo fuelle.
La etérea alcanzó la explanada apenas unos segundos después. Al contrario que él, venía caminando con lenta majestad, pasos firmes, y el arma enfundada. La sacaba en el último instante, cuando ya era demasiado tarde para intentar nada.
-Alia… -Se le quebró la voz.
La etérea lo miró con el desprecio desbordándole el rostro. En mitad de la oscuridad su piel y sus cabellos emitían un resplandor azulado. Una delicada llama de gas en mitad de la noche, una llama que lo abrasaba desde la primera vez que se habían visto y que ahora iba a consumirlo por completo.
-No digas mi nombre. No tienes derecho. Ni siquiera deberías mirarme -Sus pálidos labios escupieron las palabras, el acento de las cumbres azules le dio aún más dureza al desprecio con el que fueron pronunciadas.
Cuánto rencor… No tenía miedo a morir. Ahora lo sabía, era el despecho lo que le restaba fuerzas, la injusticia de su situación.
-¿De veras me crees capaz de algo así?
Alia vaciló. Por un instante pareció que iba a perder su dureza, pero no duró.
-Te creo capaz de todo.
-Es cierto… ¡Pero no a ti! ¡Y menos por dinero! -Arrojó la espada al suelo-. Alia, yo nunca…
Esta vez no hubo aviso. La etérea le alcanzó con el puño en pleno rostro. Parecía increíble que un ser tan pequeño, con aquella impresión de delicadeza, pudiera ser tan dolorosamente certera. Cayó al suelo y no se volvió a levantar.
-¡He dicho que no uses mi nombre! ¡Has perdido ese derecho, bastardo!
Así que realmente ella lo creía capaz. Aquello le dolió más que el golpe.
-¡Nos han tendido una trampa! ¿No te das cuenta? Estamos justo donde los Hiladores querían ponernos. Si me matas cumplirás su voluntad, no la tuya.
-Tú no sabes nada sobre mi voluntad, no sabes nada sobre mis deseos.
-Sé que quieres matarme, y que luego volverás con los tuyos, y que no regresarás a los Mundos de Abajo nunca más. Contarás tu historia, los etéreos nos juzgaran por ella. Eso es lo que quieren. Que les cuentes a tu gente palabras llenas de odio.
Alia miró al cielo. Las nubes encapotaban la luna y las estrellas. No había ninguna respuesta escrita en las alturas que tanto amaba. Estaba sola.
-Lo que dices no tienes sentido. Hablas y hablas. Solo quieres ganar tiempo.
Negó con la cabeza. Eso solo había sido cierto al principio. No quería que ella lo creyese culpable de semejante crimen, que maldijese su nombre años y años después de que la tierra lo hubiera cubierto.
-Te amo -le confesó.
Alia desenfundó la espada, una hoja corta azul radiante, ligeramente curva, con un largo mango de marfil sin guarda. Un arma que a primera vista no podía competir con su pesado mandoble de acero templado.
-Mentiroso hijo de perra. Coge tu espada.
-No quiero.
-¡Cógela!
-Por favor…
-No seas cobarde. Dijiste que la muerte no te preocupaba.
-No tienes que hacer esto.
Alia se abalanzó sobre él, los ojos hirviendo de rabia y la espada en ristre. Él apenas la esquivó. Era imposible hacerlo, se movía con una agilidad endiablada, como si el cuerpo no le pesara. En el costado derecho se le abrió un largo tajo. Rodó por el suelo y cogió su espada.
-No quiero pelear contigo.
-¡No me importa lo que tú quieras!
Alia saltó. La espada entre las manos se hizo negra como un trozo de noche; no podía ver su trayectoria. Alzó el mandoble y las hojas se deslizaron entre sí. Su única esperanza era hacer un molinete que la obligase a soltar el arma, pero no lo logró. Alia saltó hacia atrás, equilibró el peso del cuerpo de una pierna a otra y lanzó una estocada contra su rostro. Él intentó esquivarla curvando el cuerpo, pero notó un mordisco en la mejilla. No podía seguir a la defensiva, no lograría nada. Tenía que desarmarla antes de cansarse. Saltó hacia ella con la espada baja. Alia lo esperó agachada y se coló bajo la hoja, hundiendo su pequeña espada a través del muslo y de la ingle, una cuchillada feroz, de abajo a arriba.
Cayó de costado, sin saber si había llegado a gritar, tratando inútilmente de contener el caudal de sangre con sus manos.
-¿Recuerdas la primera vez que nos vimos? -Susurró desde el suelo-. En el mercado de los pájaros. No me enamoré de ti entonces. Entonces solo me pareciste una curiosidad, me enamoré al leer tus “crónicas”, me enamoraste con tus frases. Escribes igual que peleas, con frases afiladas y certeras.
Alia se agachó a su lado.
-Nunca te he amado.
-Ya lo sé. No importa. Solo quiero que sepas que no fui yo.
-Explícate.
-No puedo.
El mundo se volvió borroso a su alrededor. El cuerpo le ardía. La belleza de Alia escapaba de su vista.
-Tienes tres años para encontrar una respuesta. O volveré a encontrarte y te mataré.
Le había parecido que le besaba la mejilla. Cuánto había soñado con ese beso.

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