martes, 17 de enero de 2012
El mejor amigo del nómada
Me toca, me temo. Así que es mi turno para torturaros con este desvarío de humor extravagante (o un ejemplo de mi versión de eso). Espero que lo disfrutéis, y que no dudeis en arrojar piezas de fruta podrida a las pantallas de vuestros dispositivos digitales si consideráis oportuno disuadirnos de intentar algo así en otra ocasión y salvaguardar, con ello, vuestra ya maltrecha cordura. Con mis mejores deseos: felices pesadillas.
Ibrahim era nómada, hijo de nómadas y nieto de nómadas. Y así sucesivamente. Su camello, Rufus, también era hijo de camellos y nieto de camellos. Y también, o al menos eso creía Ibrahim, así era sucesivamente.
Aquel día ambos compartían un precioso amanecer en Gobi, como venían haciendo desde hacía algo más de una semana. Como puede resultar evidente, cualquiera que viera a un beduino con un camello apaciblemente sentados en mitad de la nada al sur de Mongolia tendría que frotarse los ojos varias veces arrastrado por el desconcierto más abrumador. Ese observador casual, sin duda, miraría en derredor suya y se llevaría las manos a la cabeza, pensando por un angustioso momento que quizá se había equivocado de desierto, que en realidad se encontraba en África y que se había vuelto completamente loco.
Pero supongamos por un momento que nuestro observador es un tipo listo y rápido de reflejos. Pronto llegaría a la conclusión de que no era él, no, el que debía estar equivocado. El que se había equivocado de desierto era aquel individuo. Cómo podía haber llegado un nómada del Sahara hasta allí, bueno, esa era otra historia. Nuestro observador, hemos dicho, es un tipo listo, no un telépata de pro. Por ello, lo que no podemos suponer es que sea capaz de adivinar que el bueno de Ibrahim y su camello, simplemente, estaban allí de vacaciones.
-Ah, Rufus, qué parecido es este sol al nuestro- suspiró Ibrahim, nostálgico.
Rufus giró la cabeza y le lanzó una larga mirada que, por algún motivo, le transmitió a Ibrahim un aburrimiento supremo y, quizá, una leve señal de alarma desde el fondo de sus enormes pupilas oscuras. Venía temiéndoselo desde hacía ya un buen rato: su dueño estaba a punto de ponerse a filosofar.
-¿Es acaso, mi fiel Rufus, este el mismo sol que estén viendo mi padre y mis hermanos? ¿Es este un vínculo más allá de las enormes distancias que nos separan?- continuó Ibrahim, empezando a emocionarse.
-Oh, no, no, no, no…- pensó Rufus, que ya hacía bastantes años había renunciado a intentar taparse las orejas con las patas. Eso había sido justo después de que, al ver cómo lo hacía, la mujer de Ibrahim hubiera intentado hacer negocio con él, enseñarle más trucos y venderlo a un circo con la idea de comprarse una bañera con jacuzzi. Los humanos rara vez entendían a los de su especie. Nunca, de hecho, que él supiera.
-¿Es la Madre Naturaleza el nexo de unión entre todos sus hijos, Rufus? ¿Son nuestras almas capaces de viajar a través de tiempo y el espacio, hasta tocar a las de nuestros seres más queridos?- soltó de pronto el nómada, levantándose de golpe y alzando los brazos al cielo. Ya volvía a comportarse como un iluminado. Cuando se ponía en ese plan, Rufus casi llegaba a odiarlo. Si no fuera porque estaba obligado a permanecer a su lado…
-¿No es mucho pedir que dejes de hablarme? Como si alguna vez fuera a contestarte, tarugo- murmuró, en perfecto inglés, Rufus.
Nuestro observador casual, en caso de tener un oído que ni Superman, hubiera alucinado en este preciso instante.
-¡Oh, Padre de todos los Padres! ¡Oh, Dios Todopoderoso! ¿Qué puedo hacer para honrar tu creación, si no me explicas todos sus secretos?- continuó Ibrahim, arrodillándose ante un imaginario altar invisible.
Rufus resopló. La cosa iba cada vez peor. La última vez que se había alterado tanto había sido durante su estancia en el Valle de la Muerte, durante su periplo americano. Ya entonces el amago de infarto había obligado a Rufus a meterle a su dueño una sublingual de nitroglicerina en la boca cosa que, dada la forma de sus pezuñas, había sido toda una proeza de puntería, ingenio y habilidad nada desdeñable. Aquello estaba pasando de castaño a oscuro. No volvería a pasar por algo igual nunca más.
Antes… antes… hablaría con él.
Ibrahim comenzó entonces a darse golpes de pecho a orar a gritos en la jerga que utilizaban en su poblado natal. Aquello era síntoma inequívoco de una crisis inminente. Rufus, que a pesar de todo le había cogido cariño a Ibrahim, decidió que no lo dejaría solo en esta ocasión. Haría lo que fuera necesario. Se descubriría.
-¡Eh, tú! ¡Levanta de ahí! ¡Ya está bien, demonios!- le gritó, usando el mismo dialecto familiar.
Ibrahim, al oírlo se calló de inmediato y permaneció allí inmóvil, de rodillas, sin atreverse ni a parpadear.
-¡Eh, que no tengo todo el día! ¡Ven aquí ahora mismo, cernícalo!- le espetó Rufus, cada vez más enfadado. Si tenía que desenmascararse de una vez, después de todo lo que había aguantado durante años y años, lo haría bien. Se había roto el dique y había llegado la hora de desahogarse hasta quedar saciado.
El nómada miró entonces por encima del hombro a su camello. Era consciente de que este le había hablado y eso le daba bastante miedo. Quizá Dios, Alá o quien fuera había decidido castigarlo y había hecho que perdiera la chaveta. Pero, como era un tipo obediente, hizo lo que pedían. Se levantó, sin atreverse a mirar al camello a los ojos, y caminó de vuelta hasta él arrastrando los pies como un niño al que habían pillado in fraganti en una travesura.
-Vamos a ver, Ibrahim. ¿Qué estabas haciendo ahí pegando chillidos y montando ese patético espectáculo? ¿Es que no tienes ni un poco de amor propio? ¿Sentido del ridículo? ¿Sentido común? ¿Algo?- le espetó, ácido, a bocajarro.
-Puedes hablar- murmuró Ibrahim, aún anonadado por la revelación.
-Claro que puedo hablar, idiota- contestó Rufus, resoplando con fuerza.
-¿Y cómo es que no habías hablado hasta ahora?
-No seas inocente. He hablado muchísimas veces antes de ahora. Solo que no a ti, claro.
-¿Y por qué no me has hablado nunca antes a mí?
-Porque no era necesario.
-Tú no puedes ser un camello normal… ¿qué eres? ¿Eres un Dios? ¿Eres… mi conciencia?
-Buena pregunta… ¿quién soy? Soy el último de una larga estirpe al servicio de ti y de tu familia, desde hace mucho, mucho tiempo.
-¿Eres de este mundo?
-Evidentemente que soy de este mundo. Aquí nací, aquí he crecido, junto a ti y aquí estoy ahora, contigo.
-Pero, pero… ¡los camellos no hablan! ¡Por lo menos no los camellos normales!
-A estas alturas ya habrás comprendido que yo no soy un “camello normal”.
-No, no. Claro que no- corroboró Ibrahim, que intentaba con todas sus fuerzas sobreponerse al bloqueo que le imponía su actual estado de shock -. Dices que eres el último de una estirpe… ¿quién fue el primero? ¿Cómo empezó todo… todo esto?
-Tendríamos que remontarnos más de dos mil años atrás en el tiempo para ello y no me apetece mucho, la verdad- le contestó Rufus, bostezando indecentemente.
-Pero ¡tengo que saberlo! ¡Esto es tan increíble! ¡Nadie me creerá!
-¿Qué dices, estúpido? Nadie te va a creer porque no se lo vas a contar a nadie. ¿Es que quieres que nos quemen en una hoguera o que nos abran en canal y experimenten con nosotros?
-No, no. Claro que no- repitió el otro, asustado.
-Aún así. Necesito saber cómo empezó todo esto. ¿Por qué estás aquí? ¿Por qué conmigo?
-Vale, de acuerdo. Todo empezó con tu tátara-tátara-tátara… con uno de tus antepasados: Josué, el Estrellado.
-¿Josué el Estrellado? Creo que hay una leyenda sobre él que dice…
-¡Claro que hay una leyenda! Él fue el que encontró el meteorito en que se había convertido nuestra nave.
-¿¿Vuestra qué??
-Nuestra nave. Sí, nuestra nave espacial. Vale, lo reconozco, somos camellos alienígenas extraterrestres, ¿estás contento?
-Esto es demasiado…- susurró Ibrahim, justo antes de desmayarse sobre la arena.
-Maldita sea… debería habérmelo imaginado- refunfuñó Rufus, mientras volvía con resignación la cabeza en busca del frasco de sales que se había acostumbrado a llevar a escondidas en sus alforjas.
Cuando Ibrahim recobró la consciencia, Rufus continuó con su relato / reprimenda.
-Mira, Ibrahim, querido, los míos y los tuyos llevan mucho tiempo conviviendo y no ha pasado nada. No se ha acabado el mundo, no os hemos absorbido los cerebros y no, no pongas esa cara. No nos hemos apareado nunca juntos. ¡En qué demonios estabas pensando! ¿Qué clase de...? ¡Puagh!
Ibrahim enrojeció violentamente al darse cuenta de que Rufus podía leer su mente como un libro abierto.
-Los míos llevan, como te decía, más de dos mil años cuidando de vosotros y yo no voy a ser una excepción. Ha llegado el momento de que enderecemos un poco tu vida, muchacho. Se han acabado los viajes sin sentido, el mirar a cada atardecer como si fueran a llover diamantes en cualquier momento y, sobre todo, se acabó el rollo ese de los golpes de pecho, los chillidos y cualquier cosa que signifique alterarse tanto como hace un rato. Ya está bien de creerte un personaje escapado de un libro de Paulo Coelho y, al rato, la Dama de las Camelias en versión fanático-religiosa. ¡Que cualquier día va a pasarte algo grave de verdad! ¿Entendido? ¡¿Entendido?!
-Ssí, sí. Entendido, Rufus- accedió Ibrahim, intimidado por la firmeza del camello.
-Y, a partir de ahora, seré Señor Rufus para ti, amigo. Aquí van a cambiar muchas cosas. Vaya que sí.
-Como usted diga… señor Rufus- respondió Ibrahim, sumiso.
-Por cierto, te recomendaría que tiraras la fusta bien lejos… si no quieres que empiece a pensar en darle yo nuevos usos- continuó, amenazante -. Y ahora, levanta de ahí. Vamos al oasis del hotel. Ya me he cansado de tanta cháchara. Por cierto, alquila una camioneta cuando lleguemos allí. Y ya puedes ir dándole gracias a tu Dios por que no me puedo sacar el carnet de conducir, que si no…
-Sí, señor. Como usted diga, señor.
-Tenía que haber hecho esto mucho, mucho, pero que mucho antes… ay, si me hubiera decidido hace veinte años- se lamentó Rufus, mientras caminaba tras Ibrahim para evitar dar pie al azote de las malas lenguas.
-Señor Rufus, ¿puedo montarme, como de costumbre, sobre su lomo?- pidió, humilde, Ibrahim, que temía por su vida al encarar el largo trecho de desierto que aún los separaba del hotel en el que se hospedaban.
La carcajada del camello casi lo tiró de espaldas. Acababa de perder una montura y, al mismo tiempo, de ganar un tirano. Definitivamente, aquel no iba a ser un buen día. De eso se dio cuenta hasta el observador casual, el tipo listo y rápido de reflejos que, una vez se hubo quedado solo, se dirigió al manicomio más cercano para pedir su ingreso urgente sin importarle demasiado el prestigio que pudiera o no tener aquella institución.
Francisco de Paula Pérez de la Parte.
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Es deliciosamente surrealista!!
ResponderEliminarUna carcajada era todo lo que buscaba... bueno, ni eso, hubiera bastado con un amago, una leve sonrisa. Eso ya habría sido recompensa suficiente.
EliminarMe alegro de que te haya gustado. :)
Me ha encantado, quiero un Rufus por Navidad! Mierda tendré que esperar un año...
ResponderEliminarDany
Bueno, por el momento siempre puedes acercarte por alguna de nuestras actividades y te pasaré el teléfono de uno de sus primos. Actualmente está de vacaciones (en paro) en Casablanca, pero si la propuesta es interesante... ;-)
EliminarUn abrazo.
Divertido y aleccionador, la moraleja es que no pongas un camello en tu vida, no?, mejor un caballo, :)
ResponderEliminarUy, no te creas. Los caballos tienen una conversación espantosamente insulsa (la mayoría de ellos, claro). Y si no, que se lo digan a Robert Redford, que no se atrevía más que a susurrarles para que no le dieran la paliza después. ^^
EliminarMe ha encantado, puedes estar seguro de haber arrancado unas risas. Yo me he divertido un montón. Gracias por este regalito.
ResponderEliminarUn placer, tocayo. Por cierto, me ha encantado el diseño de tu blog (http://analisislateral.blogspot.com/), y por supuesto, el contenido. ;-)
EliminarUn abrazo.
Muchas gracias. En cuanto al diseño no hice nada, es una de las plantillas de Blogger. Del contenido soy totalmente culpable :D
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